PARACAÍDAS, CAMOHATÍ PSÍQUICO, FLOR DE HUMO1

 

1.

Entre 1925 y 1927 podría situarse un intenso trienio de estrenos, ya en libros personales como en antologías, de uno de los sectores más representativos de la vanguardia vernácula. En tal contexto Enrique Garet da a conocer el que sería su único poemario, Paracaídas / poemas (Montevideo, La Facultad, 1927). De lenta caída en el acervo poético uruguayo, este Paracaídas recién vuelve hoy a orillear el horizonte de los lectores, por vez primera desde aquel entonces, gracias a la colección Rescate de Yaugurú (uruguaY al vesre o editorial que hace lo que no suele hacerse en el Uruguay escrito al derecho).

Aunque las fichas de los diccionarios literarios no lo consignen, ni los paratextos de sus respectivos libros hagan mención de esto, el hecho es que “los Garet” son una familia de poetas. Julio Garet Más (Montevideo 1899 - Salto, 1984) es el hermano mayor de Enrique Ricardo Garet (Montevideo, 1904–1979), y Leonardo Garet (Salto, 1949) es

hijo del primero y sobrino de Enrique. Gracias a Leonardo obtuvimos algunos datos más sobre ese tío a quien recuerda como alguien enteramente jovial que lo trataba con el mayor afecto, y a quien él mismo, sin saber porqué, apodó Machín.

Nacido el 3 de abril de 1904, en el barrio Cordón, Enrique llevó el nombre de pila de su padre, Enrique Garet Gómez, siendo su madre Elena Más. Cursó estudios en los Talleres de Don Bosco, y trabajó desde muy joven en la Colonia Educacional de Varones, en Manga. Luego ingresaría a la Dirección General de Catastro, de donde se jubiló a los 70 años como jefe de División Capital. La inclinación por la poesía lo llevó a participar precozmente de las tertulias del mítico Café Tupí Nambá, así como a entablar amistad con algunos de los más notorios artífices de la renovación poética de los años 20. Hacia 1930 gestionó la fundación de la Agrupación de Escritores y Artistas José Batlle y Ordóñez. Ese mismo año se casó con Olga Ayala, de cuyo matrimonio nació Olga Helena, su querida hija. Se sabe de su permanente amistad con Juvenal Ortiz Saralegui y con Humberto Zarrilli. Su hermano Julio, radicado desde 1945 en la ciudad de Salto, siempre lamentó que Enrique no siguiera escribiendo poesía. No dejó ni un poema inédito, ni hablaba sobre su único libro publicado. Prosiguió su veta literaria como cronista de la vida montevideana; asiduo colaborador del suplemento dominical de El Día, en 1933 publicó Un francés en el Uruguay, su participación en la

gesta de nuestra democracia.

Fue amante y defensor de los animales. En el poema “La perrera” lo expone con imágenes de asociatividad surreal entre las que se cuela una emotividad raigal:

 

“Oh! la jaula

con cuatro alas cortadas en forma de rueda

para un vuelo rastrero;

oh, la jaula que lleva entre rejas

perros como pájaros mojados de susto!”

 

Consumado billarista (“Qué tienen los billares, qué tengo yo/ bajo la neurastenia de las bujías?”), aún en sus últimos años se lo podía encontrar diariamente en el Café Boston (calle Andes), jugando al casín. Como lo confirma su sobrino, el tío Machín era más bien un tipo de temperamento solitario (“Me asomo a mi interior como a un aljibe,/

y me veo piedra luminosa y negra”) a quien el mundo de los bares siempre lo atrajo y lo inspiró, por esa bohemia “de sombreros cubistas y melenas fantásticas”. No será casual que Ortiz Saralegui dedique a Enrique R. Garet el “Canto del primer vagabundo del Café” en su Palacio Salvo, también de 1927; imagen que a la vez tampoco es

casual que coincida con la que utiliza el propio Garet para presentarse en tercera persona en el poema “Imágenes” que abre su libro: “Vagabundo alucinado,/ caminante que no llega nunca/ como si el camino también caminara”.

Es más, si se rastrea bien, el libro entero parece haber sido escrito desde ese espacio del Café en el que reina la catártica conversación, junto a la más penitente observación del prójimo. En tal sentido, es posible decir que el espacio de “el café” es a la poética de este libro lo que el espacio de “la calle” será a la poética del primer opus de Alfredo M.

Ferreiro, El hombre que se comió un autobús (poemas con olor a nafta), 1927.

Si se sigue esta hipótesis, se percibe cómo la síntesis de la poética de este libro se halla en una estrofa de “Apunte, en una mesa del Café”:

 

“Aquí venimos todos a descargar el ocio,

aquí venimos todos a desinflar palabras;

camohatí de la psiquis,

teatro

almacén...”

 

En el fragor sonoro y dinámico del entorno, en medio de las conversaciones en voz alta, atisbando los yuxtapuestos discursos internos de los contertulios, en esas avenidas del cruce intercultural que son los cafés de una Montevideo en plena expansión, en ese gran “espacio” es donde la psiquis del poeta muta en panal, en camohatí (el uso de esa voz guaraní se vincula con Tupí Nambá, café a cuya peña el poeta concurría asiduamente). Es, justamente, de ese panal rebosante de escenas y personajes (“teatro”), así como de cosas y hechos de todos los ramos (“almacén”), de lo que se alimentan estos poemas.

Otro aspecto a señalar es la reiterada modalidad discursiva de la carta. La forma epistolar no solo se reitera a lo largo del libro sino que abre y cierra el discurso en poemas-cartas que apelan a notorios poetas-contertulios. Así la “Oda” al poeta Humberto Zarrilli (quien junto a Julio Verdié fundó la Revista Oral, 1928) se cierra con un brindis en el que los “ojos saltones” de éste son finalmente “vasos saltones” que dilatan los ojos de ambos amigos. En “Noticias” le pregunta al poeta Juan Carlos Abellá (mientras relee el libro Tiempo, que éste había publicado en 1925) sobre cómo se percibe en los Cafés su propia ausencia: “No te han preguntado por mí/ las mesas, los espejos...?/ Deben tener un alma muy mezquina;/ hemos latido juntos un espacio de tiempo,/ yo he vivido sobre ellos/ como en un barco pirata y diván”. Se vislumbra cómo el fenómeno social del Café — la “fauna” local con nombres propios, la irrestricta navegación del alcohol (“barco pirata”) por el mar de la imaginación marginal, el relajado ocio creativo de ese “diván”— son los inspiradores de esta poética.

Según Pablo Rocca2 el “estilo escandaloso” —para el contexto cultural de la época, se entiende— aparece en un fragmento de ese poema-carta: “Hay muchas novedades en el gran conventillo literario?/ Ninguna nueva poetisa linda/ hizo su aparición?/ ninguna nueva singermann?/ será posible?”. En efecto, la enumeración interrogativa procede como ironía. Su audiencia cómplice es la de los jóvenes poetas que miran con displicencia viril —y con cierto aire patriarcal, por cierto— lo que podría denominarse “una estética femenina de la poesía”, a la que se ha convertido la cultura “oficial”. Véase en una “belleza icónica” a Juana de América, quien enfundada en vestidos y guantes de impecable y pulcra prolijidad se dice, sin embargo, “de raíz salvaje”; y óigase la “belleza culta”, hecha de gasas al vuelo que descienden vaporosas sobre el escenario del Teatro Solís, a los recitados de Berta Singermann (aunque recite el Polirritmo dinámico a Gradín, el popular héroe futbolístico exaltado en ese poema de 1922, que Juan Parra del Riego (1894-1925) legara a la vanguardia uruguaya). No son los contenidos sino los espacios de enunciación los que parecen evidenciar cierto conflicto poético generacional. El contrapunto estaría entre el “espacio café” donde transitan “Oh! los bohemios de Montevideo/ (...) aquellos que pisaron tan hondo/ en las desoladas arenas del mar...”, y el “espacio oficial” de cultura de salón, cuyo conservadurismo “siempre le ha atravesado el pingo a lo nuevo”, como lo señaló Fernán Silva Valdés cuando en 1927 salió a defender su fundacional Nativismo (1921).

El saberse extranjero en el “gran conventillo” de la oficialidad poética arranca al joven Garet una queja y, a la vez, una reafirmación de la tarea de iluminar con otra voz y con otras imágenes el imaginario verbal: “Yo que soy extranjero en mi propio país,/ sobre un vacío tremendo voy alzando mi lámpara!”.

 

2.

Junto a Nicolás Fusco Sansone, E. Garet fundó la fugaz e intensa revista El Camino (cinco números, entre agosto y diciembre de 1923). Esto merece una consideración en cuanto al aporte propiciado por esta y otras revistas surgidas en el primer quinquenio de la década de los años 20 (Los nuevos, Los Tiempos, Teseo, Izquierda, y la más conocida, La Cruz del Sur). En El Camino se publican poemas de quienes venían operando en la que me gustaría denominar como “primera fase” de la vanguardia uruguaya (el Nativismo y sus estéticas aledañas, prontamente asimiladas al statu quo literario); pero también se publican otro tipo de textos que adelantan la “segunda fase” que, a partir de 1925, vendría a resquebrajar los amortiguados consensos estéticos del batllismo epocal (esto considerando que la fase protovanguardista más adelantada de todo el continente la representa, ya en 1909, Julio Herrera y Reissig).

Esa primera fase —que se origina entre 1921-1922 con La raíz salvaje de Juana de Ibarbourou y con el Nativismo de Fernán Silva Valdés y de Pedro L. Ipuche— representa el reciclaje de lo “modernista” en algo supuestamente más “moderno”, pero con notorio énfasis en temáticas y viñetas de identidad criolla —aunque menos en el

elaborado “criollismo cósmico” de Ipuche—. El adelanto de lo que sería la fase vanguardista está en los Polirritmos de Parra del Riego, por cierto.

La segunda fase es la de quienes, sin ocultar su ascendencia metropolitana, hibridan voces, sonidos e imágenes futuristas y ultraístas, introduciendo el elemento urbanístico con su dinámica onomatopéyico-motorística junto  un recurso dislocador y antisolemne que los caracteriza: el humor, ese irreverente parodiador de la trascendencia (ya romántica, ya modernista, ya pueril como suele ser la “pose” de poeta).

Entre los cultores de esa “nueva sensibilidad” están: Alfredo Mario Ferreiro, Juvenal Ortiz Saralegui, Federico Morador, Humberto Zarrilli, Juan Filartigas, Juan C. Welker y el propio Enrique Garet, entre otros.

 

3.

Previo a que ninguno de estos se anime a salir en libro, la publicación de Himnos del cielo y de los ferrocarriles (Tipografía Morales, Montevideo, 1925) y la muerte inmediata de su autor, Juan Parra del Riego (Huancayo, Perú 1894 - Montevideo, 1925), marcan el primer hito de este proceso que va de una fase a otra. Se trata,

por un lado, de un punto de maduración en la lenta asimilación de las estéticas de renovación a las que el provincianismo literario había mirado hasta entonces con esa displicencia más bien temerosa de lo nuevo. Ya se había comenzado a gestar un vanguardismo crítico en todo el continente: desde el propio nativismo, desde el martinfierrismo porteño, desde el “Tupí or not tupí” de Oswald de Andrade en Brasil, desde el pensamiento de J.C. Mariátegui, con la influyente revista Amauta (1926) en Perú. Estas posturas no aceptarían ser meras “calcomanías” (Oliverio Girondo dixit) de lo metropolitano sino que propiciarían una renovación de rasgos propios. Igual, es  significativo que la entrada definitiva de estas estéticas en nuestro país venga de la mano de un “extranjero”. Es Parra del Riego quien a modo de poeta-profeta marcó el futuro derrotero. En efecto, en el prólogo de La trompeta de las voces alegres (1925), libro estreno del joven Nicolás Fusco Sansone (Montevideo, 1904-1969)3, Parra subraya una actitud de corte parricida y latinoamericanista para con la avant garde europea:

 

“¿los futuristas?, ¿los ultraístas? ¡Y qué tenemos nosotros que hacer con todo eso! ¿No tenemos una geografía, una raza, un alma, que nos dan derecho a aspirar una expresión nueva en arte?// ¿Democracia? ¿Historia? Palabras enfáticas y disgregatrices, peso de carne muerta que ya no quiere cargar nuestras espaldas jóvenes. Jorobas decorativas del gran camello viejo de Europa para dejar estupefactos de admiración a los imbéciles. Desconfiar de todo lo hecho, rehacerlo todo de nuevo. He ahí el programa“.

 

4.

Si se rastrean indicios del título Paracaídas en el libro mismo, apenas si se puede aventurar que las últimas palabras del poema final, dirigidas a J.C. Abellá, podrían ser una pista: “el día menos pensado caigo por el Café/ apriétale la mano a los muchachos/ con esta mano que te tiende aquí/ ENRIQUE RICARDO GARET”. En ese “caer” junto a los suyos en el espacio común del café (que en el texto rima con Garet), parece conciliarse la imagen de descenso que sugiere el título.

El hecho es que esos años 1925-1927 se publican varios libros que incentivan la aparición más definida de la “segunda fase” vanguardista. Uno de esos es la compilación de poemas y prosas en las que todo el orbe literario de entonces celebró

la hazaña del aviador español Ramón Franco, el primero en atravesar el espacio aéreo del océano Atlántico, tras cincuenta y nueve horas de viaje. La emoción de Montevideo ante el raid del Comandante Franco (Montevideo, 1926) se tituló la compilación que Mercedes Pinto preparó para celebrar ese prodigio de aventura y tecnología. Mi hipótesis es que de la agitación de tal evento deriva, por metonimia, el título de este libro que Garet publica un año después de dicha antología.

Otra punta. El término “paracaídas” fue motivo de un histórico malentendido que data de cuando Vicente Huidobro le mostró a Rafael Cansinos Assens el manuscrito de un poema que estaba escribiendo. Resultó ser que en el apuro, o en su memoria, el español confundió el título del poema Altazor con el título del prefacio. Así, queriendo dar la noticia, el fundador del ultraísmo español publicó una nota en La Correspondencia de España (Madrid, 24/11/1919) en la que, tras sendos elogios, anuncia que Huidobro es al presente “portador de un libro todavía inédito, Voyage en parachute, en el que

se resuelven arduos problemas estéticos”, según firma y afirma.

 

5.

Acaso como lo consigna P. Rocca4 la conferencia sobre Jules Laforgue y el posterior recital poético que realizó F.T. Marinetti en el viejo Teatro Artigas de Montevideo, en 1926, motivaron que varios jóvenes se animaran a sacar finalmente de las gavetas sus primeros libros. Y así se publicaron en el mismo año 1927 los opus ya mencionados de

Alfredo M. Ferreiro, Juvenal Ortiz Saralegui y este Paracaídas, que nos ocupa. Pero es bueno recordar también que en ese mismo año se publicaron: Antología de la moderna poesía uruguaya, compilada por Ildefonso Pereda Valdés, con el “epílogo breve y discutidor” de J. L. Borges (Buenos Aires, El ateneo, 1927); Antipoemas, de Enrique Bustamante y Ballivián (1883-1937), cuya presencia en Montevideo fue otro motor de la agitación estética renovadora; en Lima, se publicaba 5 metros de poesía, que consagraría al joven Oquendo de Amat como el primero en realizar un libro-objeto en el contexto de las vanguardias continentales. El pionero, junto a su hermano gemelo Álvaro, en la crítica sobre Lautréamont y Laforgue, fue Gervasio Guillot Muñoz (1897-1956) quien publicó en Montevideo el poemario vanguardista escrito en francés: Misaine sur l’estuaire (La Cruz del Sur, 1926). Lista que, sin ser exhaustiva, ilustra lo significativo del referido trienio en cuanto a la puesta en circulación de nuevos materiales en el país y en el continente.

6.

Hay un sector de Paracaídas por el cual Enrique Garet merece estar entre los primeros hacedores de esta desde siempre maltratada y ninguneada vanguardia uruguaya. Me refiero a la sección “Cuadro típico” en la que presenta a músicos e instrumentos (El pianista, El violinista, Bandoneón, Batería). Si bien desde lo formal alterna un uso tradicional de la rima con imágenes de neta inventiva surreal, esos cuatro textos resuenan internamente de manera tal que dejan en claro que no se trata aquí de una poesía cuyo objetivo es un “sportivo” divertimento, sino que hay algo en este

paracaídas que viene cayendo como desde más lejos, algo que suena como ese piano en el que el poeta, desdoblado, dice: “he tocado lo mismo que él/ —pianista de un cine desierto y fatal”.

7.

Es cierto, a diferencia de la exaltación, de la alegría, del humor y de cierta euforia que atraviesa los mencionados libros de Fusco Sansone, Alfredo M. Ferreiro y Ortiz Saralegui, el tono de Garet es más apagado y elegíaco; hay algo de tango, de “chifle”, o, como lo dice en el primer poema, algo de “canto engrillado en mi garganta/ como en un pentagrama!”. Si Garet agita mucho menos el ruido de la gran ciudad es porque prefiere en lo interno una sonoridad más musical y menos onomatopéyica. ¿Es acaso un simbolista a destiempo?: “en aquel rincón oscuro/ donde duerme la sombra de Verlaine”. Acaso se sabe más lírico que transgresor: “Yo soy violinista de mi corazón, canta por única vez y luego se calla: ¿es que el silencio se me fue a la cabeza?”.

A diferencia del ruido del avión, el paracaídas cae en silencio; y el paracaidista ya es uno más entre los que andan por la tierra: “hoy soy el sembrador más peregrino, / hoy soy el dios lírico y más grande!/ Con la semilla de un fósforo/ hoy he plantado un árbol”. Al final de este poema “Árbol” —que en sus imágenes lúdicas se adelanta a la poesía de Humberto Megget— se puede ver y hasta oler un verso en el que surge una más inquietante imagen del “paracaídas”, cayendo y desgajándose lentamente en la intimidad: “todo mi cuarto es una flor de humo!”.

 

Luis Bravo, “Casa Soles”, mes de julio, 2008.

 

 

 1- Epílogo de Luis Bravo, a la primera re-edición del libro Paracaídas, de Enrique R. Garet [1927], Montevideo, Colección Rescates, Yaugurú / C. C. de España, 2008.

 

 2- Rocca, Pablo. “Las rupturas del discurso poético”, Historia de la literatura uruguaya contemporánea, Tomo II. Montevideo, E.B.O., 1997, p. 19.

 

 3- Fusco Sansone, Nicolás, La trompeta de las voces alegres (Montevideo: Renacimiento, 1925); citas extraídas de la edición facsimilar, con epílogo de Pablo Rocca (Montevideo: E.B.O. 2005).

 

 4- Rocca, Pablo. “Prólogo” a A.M. Ferreiro, El hombre que se comió un autobús. Montevideo, E.B.O., 1998.

       
 

 

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